jueves, 23 de septiembre de 2010

Por casualidad, me encuentro con este texto de Fitzgerald. Me engancha, me perturba.

“Me di cuenta de que en esos dos años, con el objeto de preservar algo —un secreto interior tal vez, tal vez no—, me había apartado de todas las cosas que antes amaba, de que cada acto de la vida, desde el aseo matinal de dientes hasta la comida con un amigo, se había convertido en un esfuerzo. Comprendí que durante mucho tiempo no me gustaron ni las gentes ni las cosas, sino que tan sólo había adoptado la vieja y endeble máscara del cariño. Comprendí que aun mi cariño por aquellos que me eran más cercanos se convertía sólo en un intento de amar, que mis relaciones ocasionales —con un editor, un vendedor de tabaco, el hijo de un amigo— eran solamente lo que yo recordaba que debía hacer, en comparación con otros días. Y en el mismo mes llegaron a exasperarme cosas tales como el sonido de la radio, los avisos en las revistas, los chillidos de la vía férrea, el silencio muerto del campo; me volví despectivo ante la blandura humana, de inmediato (si bien furtivamente) hostil hacia la dureza; odiando a la noche cuando no podía dormir y odiando el día porque marchaba hacia la noche. Dormía ahora sobre el lado del corazón porque sabía que mientras más pronto lo cansara, aunque fuese un poquito, más pronto llegaría esa bendita hora de la pesadilla que, como una catarsis, me capacitaría para enfrentar mejor el nuevo día”.

(Francis Scott Fitzgerald, El derrumbe)

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