domingo, 19 de septiembre de 2010


Creía que la solución a mi crisis existencial pasaba por resolver los síntomas que, para mí, la habían provocado: una serie de ideas inconexas, un par de malas decisiones y la necesidad de buscar algo más. Pero estaba tan equivocado que convertí mi vida en un caos, en una búsqueda constante de la identidad perdida, de mi Yo, de esa pequeña chispa que haría brotar mi fuego interno.

Durante una época, me dediqué a hacer de chico bueno, a beber café y a creer que en el fondo de las bolsas de patatas se encontraba la panacea de mi vida. Engordé, me hice sensible y me dejé barba. Como no funcionó, más tarde, fui de tipo malo, me tinté el pelo y me afeité una ceja. Adelgacé, me musculé y me dejé patillas. Pero seguía con esa sensación amarga que cada cierto tiempo me incitaba a cambiar de rumbo de manera violenta en busca de mis constantes vitales. Así fue como, después de escuchar a “Vetusta Morla” en un par de momentos bastante bajos de moral, decidí sobre la marcha que sí, que tenían razón, que dejarse llevar sonaba demasiado bien. Resultó que en la práctica era una idea utópica, que por mucho que uno se pare el mundo sigue su curso; lleva una velocidad de crucero que, si te despistas, hace que tengas que dedicar el doble de energía a recuperarla. Y así me pasó. Después de mi periodo de aletargamiento tuve que dedicar varios a años a estudiar y a formarme hasta alcanzar a mis compañeros de generación. Mejoré bastante emocionalmente, me llegue a conocer más y me volví un chaval más alegre, más concienciado, comprometido con el mundo hasta el punto de convertirme en activista de Greenpeace; lo que no resultó del todo bueno a juzgar por el resultado final, ya que me hizo sufrir y quemar todas mis naves en luchas de poder banales contra magnates todopoderosos que no se podían permitir (y tenían recursos de sobra para ello) ni la más mísera derrota. Lo que me pareció en su momento una gran vía de escape, una forma magnífica de encauzar mi vida, solo me sirvió para sumirme en la más absoluta impotencia y devolverme aquella maldita angustia agria de la que antes hablé y que tan bien conocía. Me encontraba tan hundido que fui autodestruyéndome poco a poco, con paciencia y con sigilo, sin dejar que se notara mucho.

No me di cuenta de que mi problema era el tiempo hasta que ya era demasiado tarde para reparar muchos de los regalos que la infelicidad me había dejado. Aquel tatuaje hortera de mi espalda, ese pequeño piercing en el glande o la piel elástica y gelatinosa que se me había quedado en la barriga por mis continuos cambios de peso, iban a formar siempre parte de mí por mucho que hubiera dado con la solución a mi desdicha. Pero bueno, volvamos al problema, al tiempo. Sí, el tiempo. Me había alcanzado, se había apoderado de mí. Lo descubrí por casualidad porque no buscaba descubrirlo. No tenía conciencia de que mi nihilismo tuviera su base en un concepto tan subjetivo. Todo fue gracias a Cernuda y su "Ocnos", cosa que me resultó sorprendente, ya que su escritura me empalaga tanto como en ocasiones me rindo a su lucidez:

Llega un momento en la vida cuando el tiempo nos alcanza. (No sé si expreso esto bien.) Quiero decir que a partir de tal edad nos vemos sujetos al tiempo y obligados a contar con él, como si alguna colérica visión con espada centelleante nos arrojara del paraíso primero, donde todo hombre una vez ha vivido libre del aguijón de la muerte.

El tiempo. La rutina. Clic. Y lo entendí todo. Me recordé leyendo “Robinson Crusoe” a hurtadillas el día antes de un examen, con ese placer que solo te da hacer algo en el momento que no debes. Me vi tumbado en la cama con los ojos entreabiertos, imaginando que las rugosidades de la pared eran estrellas luminosas y el color azul de la sabana el reflejo del mar a la luz de la luna. Me encontré de pronto dentro de un cuerpo que no era el mío; un cuerpo moreno, tirante debido a la sal. Me sentí de repente libre, expectante, escuchando el sonido de una isla solitaria que olía a oportunidades y aventura, mientras una ligera brisa me acariciaba la cara. Día tras día, página tras página, traté de sobrevivir a todo tipo de sucesos en la frondosa selva, a tormentas infernales que agitaban el mar a su antojo, a enfermedades tropicales que me hacían tiritar hasta quedar inconsciente. Sometí la naturaleza a mis deseos, coseché y cacé, incluso enseñe a un primitivo individuo mi idioma. Todo ello con el dominio de mis decisiones, sin contar con nadie, sintiendo el peso de la responsabilidad pero sin atemorizarme por ello. Yo las tomaba, yo las afrontaba, yo las sufría. Me encontraba realmente exultante con ese control de mi mismo, de mis habilidades y asocié esas sensaciones a la vida adulta, a la verdadera vida.

Desde ese momento no tuve otro objetivo que crecer, ser mayor, embarcarme cuanto antes en la búsqueda de mi “santo grial”, ese que se acercaba tanto a lo que había plasmado Defoe en su libro. Pero entonces, ahora lo sabía, me tope con el tiempo. Con el tiempo y con la desconcertante forma de vida a la que te aboca este sistema. Ser mayor no era tan bonito como parecía, de hecho no era más que una inmersión en problemas constantes que tenían soluciones complejas y que, encima, inmiscuían a demasiada gente como para que uno pudiera dar el puñetazo final sin dañar a alguien. Además estaban esos malditos mecanismos internos ligados al reloj, al control de las horas, que toda sociedad debe tener para funcionar y ser productiva, pero que yo no soportaba. No conseguía aclimatarme a ellos lo que no quiere decir que no comprendiera su importancia. Simplemente, no estaban hechos para mí. Me irritaba tener que hacer las cosas en un momento preciso con el peso de la obligación a mis espaldas, saltándome el paso de disfrutar en el proceso. Quería sentirme libre para poder elegir el cómo y el cuándo de mis actos sin que una presión externa me los limitara, sin una rutina que me los impusiera y me impidiera saborear el dulce gusto de realizarlos. Pero también sabía que, en un mundo en el que nos hemos puesto como objetivo sacar el máximo beneficio en todo momento a los recursos existentes, eso es una misión casi imposible; el disfrute requiere demora y el mundo requiere dinero, y como el dinero y la demora están reñidos es difícil encontrar una parcela en la que uno pueda hacerlos compatibles.

Una vez que comprendí el problema todo mejoró. Ya no perdería el tiempo buscando algo intangible como me había pasado hasta ahora. Ahora sabía lo que buscaba. Tenía que encontrar esa parcela que me permitiera no perderme en la rutina de la obligación. No quería ser un tipo abnegado y conformista, sufridor de un estrés silencioso. Quería ser un tipo feliz sin un horario fijo, sin tener que dormirme a las 12 y levantarme a las 8, sin tener que comer obligatoriamente a las 3 de la tarde e ir a trabajar a las 4, sin tener que tomar decisiones o desarrollar actos que tuvieran un límite de tiempo. Eso me estresaba, me cortocircuitaba, llenaba de acido láctico mis músculos y me impedía reaccionar con rapidez haciendo de mi vida el caos que os he contado.

Fue entonces, después de un par de tardes pensando sobre el tema, cuando pensé en Defoe y decidí hacerme escritor. Así podría controlar el tiempo, jugar con él, manejarlo a mi gusto, sentir por momentos el placer de dominarlo. Podría dibujar con mi imaginación mi parcela, mi mundo. Crearía personajes en los que me sintiera representado pero sin pasar por el mal trago de las rutinas que me hacían caer en la banalidad más absoluta. Volvería a sentirme otra vez como Robinson Crusoe, pero esta vez con todo mi destino (o su destino) en mis manos. Ya no tendría que darle explicaciones a nadie, solo dependería de mí, manejaría mi hábitat, mi microcosmos. Tendría una isla desierta a mi disposición, a la disposición de mis sueños, al disfrute de mi felicidad. También sufriría sus inconvenientes por supuesto. El hecho de crear no es una cosa trivial; las palabras están ahí fuera pero no es fácil hacerlas conectar, no es fácil crear emociones ni ser original, no es fácil controlar el pánico de la hoja en blanco ni la desesperación del escritor que no escribe. Tampoco es fácil vender, ganar dinero, convencer a tus interlocutores de que realmente tienes algo que decir, pero eso ya era otra historia. Había encontrado un objetivo al que aferrarme y no me dejaría vencer tan fácilmente.

Y así lo hice. Día tras día, hora tras hora, me puse delante del ordenador, tecleé una y otra vez las letras de mi vida, hasta que mi madre me llamaba para cenar o me decía que era demasiado tarde y me disipaba el ensimismamiento. Me recordaba que en la vida real era imposible derrotar al tiempo y a sus pequeñas e incomodas rutinas pero, era en esos momentos, cuando comprendía que por fin lo había logrado, que ya nadie me podía quitar el placer de vencerlo durante unas horas.

1 comentario:

  1. Cuando los gatos se enamoran de los búhos, la vida se llena luz, y ya sea en Groenlandia, Siberia o Darmstadt puedes escuchar tu canción favorita. Cuando los gatos se enamoran suena mi enfermedad, y el mundo entero parece bailar, como si nadie le mirara; cuando esto sucede los girasoles parecen retorcerse, los días pasan rápido y las madrugadas pintan sonrientes un futuro cercano. Cuando los gatos se enamoran de los búhos escribo versos en las paredes, conduzco, de noche, y te veo por mi retrovisor. Desdibujo tu rostro en cada esquina, me enamoro de artistas callejeros, y encuentro tus aceras en todos los caminos que recorro. Cuando los búhos se enamoran vuelves tú, y tu revolución, y pones mi mundo patas arriba, para dejarme delinear un te quiero en la tripa con carmín rojo. Los días parecen días, y volvemos, una vez más, a escaparnos por la ventana.
    Cuando los gatos se enamoran de los búhos tus personajes cobran vida, y una vez más, en cualquier playa, vemos anochecer. Cuando tus ojos de gato, se encuentran con mis ojos de búho me encuentro con tu piel, robamos amaneceres, nos hacemos los locos, corremos por Londres, y volvemos a impregnar el mundo de un olor a trébol, que solo tú y yo conocemos.
    Así que vuelve a mí ojos verdes, vuelve a susurrar poemas en mi oído, que entonces, solo entonces, los gatos se enamorarán de los búhos.


    enhorabuena por la entrada ojos verdes

    ResponderEliminar