miércoles, 8 de septiembre de 2010


Suavemente dejó el bolígrafo en la mesa, cerca del cenicero, lo que le recordó aquella estúpida manía de fumar después de escribir que había adquirido hace unos años, cuando aún no existía el riesgo y había que probarlo todo. Encendió uno de los cigarrillos mentolados que guardaba en el segundo cajón del escritorio y desplazó su mirada lentamente hacía la ventana. Cada vez disfrutaba más escribiendo pero, cuanto más lo hacía, más temor tenía a mostrar sus personajes a un publico que muchas veces sería desconocido. Quería evitar que sus personajes fueran violados por aquéllas miradas toscas de las que él trataba de esconderse cuando, por ejemplo, cruzaba el parque a las dos de la tarde. No quería que salieran del mundo que había creado en su ordenador y se sintieran solos y perdidos, como él, en una sociedad que no controlaba y que, para ser francos, sufría grandes cambios de humor. Odiaba que le miraran y se burlaran de él por llevar sombrero o, simplemente, por aquellos pantalones verdes pistacho con los que se sentía tan guapo y qué utilizaba cuando quería escribir junto al rio, para sentirse parte del cesped de la orilla y concentrarse plenamente. Por eso, un sabor agrio le agarrotaba la garganta cuando pensaba como podría sentirse Adriana, su personaje favorito, cuando alguno de aquellos ojos inquisitivos descubriera que le gustaba pintarse las uñas azules, leer libros de Proust y pegar voces en los bares recitando poemas de Garcia Montero. No sabia si, bu, como la llamaba cariñosamente, podria cargar con la etiqueta de cursilona y sensiblera que él había tenido que soportar durante toda su existencia por escribir en los cafes o pensar que el arte puede disfrutarse también antes de los 40.

El pítido del tranvía le hizó recuperar la visión de lo que estaba mirando sin mirar. Un leve viento hacía caer la primeras hojas de otoño y el parque gozaba de la plenitud de los días festivos. Un corrillo de personas bebían y charlaban alegremente con una suave música de fondo.Una señora elegante regañaba a gritos a Luis por mancharse los pantalones de barro a la vez que disfrutaba de la sonrisa de pillo que le ponía, como si quisiera compartir esa ilusión por el juego que, sabía por experiencia, se perdía poco a poco con la edad. Una adolescente leía tranquilamente en un banco mientras el que parecía su hermano se lanzaba por el tobogán una y otra vez al grito de "Tomaaaa". De repente, un cambío sutil de posición dejo entrever el titulo del libro que estaba leyendo. "Habitaciones Separadas".

Algo cambío de repente en su mirada cuando, después de una profunda calada, tomo constancía de que el titulo de aquél libro azul que leía la joven, era el mismo que le había apasionado a la poesía a los 15 años. Imaginó que la página que miraban esos ojos verdes comenzaba por "Aunque tú no lo sepas" y creyó ver en ello la señal que necesitaba para lanzarse al mundo. Quizá, después de todo, siempre podría encontrar una margarita en un campo de cardos o unos ojos verdes que leyeran a Adriana. O ,al menos, le quedaría el consuelo de haberlo intentado. Se lo debía a Adriana. Se lo debía a si mismo.

1 comentario:

  1. que decir cuando se te agotan las palabras, cuando la emoción crea un nudo en tu garganta y no te deja respirar...que hacer cuando los dias que parecían tan azules se tornan para dejar solo un dulce sabor en el paladar...
    tengo una respuesta mejor que esta, para este post, pero prefiero, si tú, poeta, me lo permites, que siga siendo un secreto...el de casiopea...
    pasate por alli
    GRACIAS

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